Dedicado a
Miguel, Juan, Herman y Ernesto
de Econoinvest
Unos minutos. Eso es lo que le llevara leer estas líneas. Permita que este relato le haga sentir algo que, esperamos, nunca va a vivir realmente. Al final, sabrá apreciar mejor algunas cosas que damos por ciertas. Aun cuando lo único cierto, es que nada puede darse por sentado.
Vivo en un edificio de mas de 10 pisos, uno de los tantos construido a finales de los ochenta en Caracas. Con dos sótanos bajo tierra, donde además de encontrarse los puestos de estacionamiento, están los depósitos para guardar los objetos que nunca queremos botar, pero que tampoco queremos mostrar. Esos depósitos tienden a ser de aproximadamente 3,5 mts por 3 mts cuadrados, quizás mas pequeños. Son altos de techo, rústicos de pared y piso. Puertas de un hierro ruin, que se oxida de nada. Con poca o pésima ventilación y ninguna posibilidad de luz natural.
Estoy seguro de que usted conoce estos depósitos o, como los llamamos comúnmente, maleteros. Es muy probable que tenga uno. Seguro que, como yo, baja alli los fines de semana para otear de lejos esa silla roida del abuelo (hoy el hogar de ratones); esa muñeca inseparable de la nena, que abandonó hace muchos años; o las mancuernas oxidadas; o ese álbum de fotos de la época universitaria, que debió haber quemado hace años.
Siempre, al abrir la puerta de hierro pesada y desnivelada, que ha dejado un surco en el piso de cemento de unos milímetros de profundidad, junto a ese chillido que hacen los goznes cansados y oxidados, recuerdos de calabozos medievales, me golpea esa humedad rancia que de su interior brota, como onda expansiva de cualquier bomba atómica que sin matarme, me hace sufrir vivamente la inclemencia de su encierro. Como si fuera un reclamo o una venganza de la nada comprimida allí, por dejarla a oscuras, a solas, olvidada.
Para llegar al aire libre se deben subir dos pisos. Al lado de mi maletero hay otros maleteros de cada lado. Al fondo del depósito es la tierra comprimida la que hace vecindad. De esa presión, de esa profundidad, nace la humedad que, poco a poco, va pudriendo la madera de la silla del abuelo; corrompiendo el color de la muñeca de mi princesa; que desintegra la fuerza de mis mancuernas y hace sepia, hasta desaparecer, las imágenes de esas fotos que debí quemar y no hice.
Siempre que abro esa puerta, me reclamo el humidificador que debí comprar, pero como soy malo en los recuerdos y artefactos, ni me acuerdo cuando debo, ni me atrevo cuando puedo.
Pues resulta, que tengo unos amigos que, mas o menos, en iguales circuntancias llevan casi tres años metidos en un maletero, dos pisos bajo tierra. Sin luz natural. Sin ventanas. Con puertas de hierro; techos altos y paredes rústicas. Llevan mas de 22.352 horas respirando un aire enrarecido por el tufillo de la injusticia de jueces y fiscales, quienes han dejado que la política tome control de sus decisiones, haciendo que la moral se escape antes que la encarcelen con la imparcialidad.
Como la silla del abuelo o la muñeca de mi nena o las mancuernas ruidas o el album de fotos, están ellos allí, arrumbados. Sin querer liberar, pero tampoco condenar, ya que no hay delito cometido. A diferencia de mis objetos, cuyo único doliente soy yo y mis deseos de aferrarme a mis recuerdos, ellos tienen mas de un doliente. Sus cuatro esposas, sus ocho hij@s, cuatro madres y padres, una decena de hermanos, una centena de primos y miles de amigos.
Una de las tantas cosas que añoran es el Sol. Ver su cálido color naranja, a través de los párpados cerrados, mientras sienten cómo su cenizo rostro va recuperando la palidez y, a veces, con suerte èsta se hace a un lado y revive el rubor robado por la oscuridad. Abrir los brazos y, como ramas de arboles, beber los rayos de sol a través de los poros de su piel y, como raices, asi sentir como sus pies se adhieren a la tierra misma, firmes, fuertes, haciendose parte de ella.
“Renacemos cada vez que podemos beber el Sol por nuestra piel. El frio se aparta y la humeda retrocede. Es la libertad misma que nos abraza para siempre. Bebemos los rayos del sol, en esa unica hora que nos dan para saciar nuestra sed de luz. Sentimos su fuerza, bebemos su energia. Y sonreimos.”
Los rayos de sol. El sonido de la lluvia, su olor. El limpio cielo azul de diciembre o el verde oscuro del Avila en invierno. El Canto de un pájaro. Un arcoiris. Las nubes blancas, como algodón de azúcar. La brisa que refresca; el aire puro que cura. La noche y sus estrellas. La luna y sus fases. Es sencillo. Son las simples manifestaciones de la naturaleza, que siempre tenemos allí para contemplar, son para ellos tesoros sensoriales añorados. Y yo, libre, que a veces doy por sentado todo ello, me invade la incertidumbre del arrebato injusto. Entonces recuerdo a mis amigos y así, disfruto, conscientemente, en esos instantes, los cantos y colores de nuestra naturaleza. Por ellos, me he convertido en Bebedor de Sol.
LaPatilla.com, 12/12/2012, enlace al original