viernes, 30 de noviembre de 2012

Ser mejores personas, por Leo Campos


Se pone rojo. No lleva saco. Traga parte del aire que toma antes de responder a las preguntas que le hacen, y después explica, unas veces con más soltura que otras. Parece que se ahoga a sí mismo. Supongo que es una muestra de los nervios que surgen desde la rabia y la vergüenza, porque no he pasado por allí, apenas puedo imaginar lo que significa estar en el banquillo de los acusados.

Cualquiera que haya sido señalado de algo terrible, sabe lo incómodo y doloroso que resulta tratar de defenderse manteniendo la compostura, sin mandar a alguien al carajo, mientras el resto observa con atención en medio de un ambiente tenso.

Este texto no es parte de una investigación periodística, así que no debe verse como una crónica, que no lo es, ni como un reportaje, que menos, sino como el intento de acercarme a un retrato justo: el del momento en que veo a alguien de quien aprendí algunos valores sobre la humildad, el conocimiento y la visión de futuro, una persona que admiro porque me trató desde el principio con respeto por el trabajo que yo hacía o podía hacer, sin necesidad de que nos pareciéramos; no un amigo, sino una idea ambigua que poco a poco comenzaba a formarse a partir de la confianza y el juego, la mayoría de las veces vinculada a la creación; un banquero con clara, asombrosa y demostrada vocación humanista, un sujeto poderoso y sencillo; al que estoy viendo, repito, ser interrogado en un juzgado por un delito que él asegura que no cometió.


Se trata de Herman Sifontes (el del centro en la imagen), director ejecutivo del Grupo de Empresas Econoinvest, que está acusado por el Estado venezolano, junto a otros tres directivos (Miguel Osío, Juan Carlos Carvallo y Ernesto Rangel), por agavillamiento e ilícito cambiario.

A Herman, a Miguel y a Ernesto los conocí hace ya unos siete u ocho años, más por iniciativa de ellos y por los rigores del azar y la cultura que por un acercamiento de mi parte. Cada uno, a su manera, me ayudó en algún momento de forma desinteresada, y me ofreció la oportunidad de realizar distintos proyectos dentro de la casa de bolsa y la Fundación para la Cultura Urbana. Todas las veces que fui, sobrio o enratonado, con mi bluyín o mis pantalones viejos, una franelita “alternativa” y descocida bajo aquel morral tan sucio, encontré la puerta abierta y, detrás de ella, un saludo cordial y una conversación provechosa en torno al periodismo, la música, la tecnología, el arte contemporáneo o la literatura. Eso significó para mí un estímulo importante.

A Sifontes lo vi por primera vez al finalizar una de las ediciones de la Bienal de Literatura Mariano Picón Salas, en Mérida. Mientras el resto nos observaba a mí y a Jesús Ernesto Parra, aliado en plátanoverde, con más dudas que reconocimiento, él se atrevió a “comprarnos” la idea de llevar a Juan Villoro a Caracas para que diera una charla sobre las ciudades postapocalípticas en la crónica latinoamericana. El evento se llevó a cabo a principios de 2005, en la Galería de Arte Nacional, un domingo a mediodía, ante unas cien personas. Recuerdo que al genio mexicano lo acompañaron su amigo Boris Muñoz, Tulio Hernández (ambos también en la foto de arriba) y el fallecido William Niño.

Herman nunca quiso quedarse con el crédito, nunca impuso condiciones, apareció al final, bastante anónimo, más bien tímido, con un atuendo modesto, sin escolta, sin modelos como mujeres-florero, sin jalabolas, para estrecharnos la mano y agradecernos el descaro.

En adelante surgió una relación de intercambio intelectual que nos permitió invitar a Venezuela gracias a la FCU a Mario Bellatin, a Daniel Link, a Pepe Ribas, a tantos otros; organizar foros y debates en torno a la música electrónica en nombre de su fundación y nuestro proyecto, plátanoverde; dinamizar espacios públicos que nadie utilizaba para hacer eventos o conversatorios, otorgarle a la poesía y a la crónica periodística un lugar tan relevante como el que podía tener para Econoinvest la realización de una serie de talleres sobre finanzas personales que dictaban por igual a choferes, motorizados, amas de casa, oficinistas y gente bien.

Con Rangel pude conversar varias veces sobre los sonidos y la paternidad, y salir de fiesta en Bogotá a un par de bares de segunda, donde nos divertimos hasta la madrugada. Con Osío tuve menos contacto, pero fue siempre tan receptivo que una vez le pedí el favor de que asesorara a una amiga sobre un dilema legal que ella tenía, y lo hizo de pura gana, sin necesidad de mirar el reloj ni intentar cobrar un penique por sus dos horas de consejos.

Planteo el contexto no para decir que soy muy cercano, porque no es así, sino para aclarar que es una forma natural que ellos tienen de relacionarse con personas en apariencia distinta, gente común y sin recursos, y que apuestan a las ideas, que creen en el ser humano. En ese sentido, creo que no he sido un privilegiado, sino uno más de un buen montón de afortunados.

Herman no es un primo al que amo ni un compinche de toda la vida, pero tampoco puedo mantenerme al margen y esperar que la objetividad, ese extraño invento del lenguaje diseñado para contradecir los fanatismos, aparezca ahora para arroparme en esta sala de audiencias, a la que asisto por primera vez. No sé cuántas sesiones de interrogatorios suman ya y nunca los visité en los dos años y medio que llevan detenidos. Nótese que aún no hablo de justicia, o de falta de ella.

La justicia tiene sus particularidades; por ejemplo, para entrar a una sala penal debes llevar una indumentaria adecuada. Es parte del protocolo de cualquier ritual solemne, y este pretende serlo. Eso me queda claro desde el minuto uno, cuando el vigilante que me ve de arriba a abajo por estar en pescadores y zapatos de goma, me sugiere, con la complicidad de una morena alguacil de impresionantes caderas, que baje a la avenida y me compre aunque sea un bluyincito, vale. Yo, claro, le pico el ojo a la alguacil y ella sonríe. Les hago caso, aparezco con mi imitación de Levi’s 501 a 150 Bs, me cambio en el baño, dejo mis pertenencias en un sobre de manila, número 13, y después entro.

La sala no es muy grande. Pueden caber unas treinta personas apretujadas en seis bancos, aunque hoy está a medio llenar. “Esta ha sido la sesión con menos asistentes –me dice una señora que tengo al lado– no vino casi nadie; antes han tenido que poner sillas afuera”. Observo y trato de concentrarme en detalles: por ejemplo, que los últimos en llegar han sido los tres fiscales, dos hombres y una mujer, todos jóvenes, con menos de 40 años a simple vista. Por ellos la sesión comienza una hora y media después de lo pautado. Debajo de la toga negra que exige la ceremonia, la mujer luce unos encantadores tacones atrigrados y sobre su mano brilla un anillo de enormes dimensiones. También es notable que otro de ellos, el más joven del grupo, se preocupa por las formas, por la musculatura de su físico, por llevar un peinado perfecto, y por ser respetuoso con el interrogado del día, a quien le habla con precisión, deferencia, sutileza y educación, evitando desperdiciar palabras.

Desde esta distancia, el juez, al fondo, parece sufrir de estrabismo. Sin metáforas. De los tres abogados defensores, mismo triángulo de dos hombres y una mujer, ninguno, al menos hoy, parece destacar sobre otro, hasta que la ronda de preguntas la cierra la mujer, que se alarga en su derecho más que Carla Angola cuando entrevista en vivo, y es objetada un par de veces por la fiscalía, argumentando cargas de opinión y reflexión, o respuestas anticipadas. A lugar.

Otra cosa que destaca es que a pesar del silencio reinante, en ocasiones se hace difícil escuchar todo lo que dicen. Ha de ser porque uno ve las series o películas de Hollywood sobre juicios y abogados, y termina por creer que el eco será total y en clave Dolby Sorround. En estéreo. Igual pasa con las intervenciones, todos se equivocan en algún momento y corrigen sobre la marcha, no hay monólogos perfectos que se montan poco a poco sobre una banda sonora que te eriza la piel, no hay argumentos magistrales; este es el guión de la realidad.

En una de las paredes, un reloj viejo y redondo marca los minutos. Una amiga periodista me había advertido temprano, antes de llegar, que la sesión de hoy no iba a ser muy larga. Y así es.

Si hablo con cierto desparpajo para relatar algo tan grave, que me tiene clavado a un banco de madera con un particular sentimiento de confusión y pena, no es para intentar ser cool, chistoso ni distinto, sino porque el principal rasgo que puedo observar entre los acusados es esa estampa de esperanza a partir del buen humor. De su buen humor.

En algunos momentos pienso que es una estrategia interna que desarrollaron para disfrazar su miedo, en otras que pecan de soberbios, en otras, y es con la que me quedo, que esas sonrisas elocuentes que se regalan entre miradas al vuelo, junto al apoyo de sus seres más queridos, que sufren como oyentes en la misma sala, es de lo poco que les permite mantenerse con fe y en pie de lucha.

Muchas veces he repetido el chiste fácil que reza que ladrón no es quien roba un banco, sino quien lo funda. Pero en este caso, los banqueros en cuestión: Osío, Carvallo, Rangel y Sifontes, no solo aumentaron un patrimonio corporativo gracias a su amplio conocimiento de las reglas de la economía mundial, eso que entendemos como capitalismo, sino que se esforzaron –me consta, trabajé en una campaña comunicacional para ellos durante casi un año– porque miles de personas comenzaran a entender el valor del ahorro y la inversión, a pensar en largos plazos, no a venderles lavadoras y regalarles celulares o televisores,  no a rifarles ollas de acero inoxidable o carros último modelo, sino a machacarles un concepto de futuro seguro que el Estado es incapaz de brindar.

Fundaron, o intentaron fundar, un nuevo modelo de pensamiento en Venezuela, alejado del consumismo salvaje, con otra dinámica de intercambio, con otros intereses (económicos y filosóficos), más próximos a la independencia financiera en la vejez que al pan pa’ hoy y hambre pa’ mañana. No tuvieron tiempo de demostrar que podían tener razón y ahora lo están pagando caro.

No voy a hablar del Banco Central de Venezuela, la Comisión Nacional de Valores, la Superintendencia de Bancos, el Ministerio de Finanzas, PDVSA ni otras instituciones del Estado venezolano que propusieron las emisiones de bonos con fines cambiarios para los pequeños y medianos inversionistas que promovió Econoinvest, con el aval de todas ellas, porque podría entramparme. Pero partiendo de ese hecho, me queda claro que si al final del juicio estos cuatro hombres son declarados culpables, se convertirían en los chivos expiatorios de un extraño proceso y se habría cometido una injusticia colosal y vergonzosa, como tantas otras en la historia republicana de este país.

Tampoco voy a explayarme sobre el gigantesco aporte que durante más de una década le hicieron y aún le siguen haciendo a la cultura de Venezuela, a su clase media, porque me parece algo obvio, lo han escrito ya otros allegados con fineza, agudeza, dulzura y genialidad argumentativa, pero sobre todo porque, al menos según mis creencias y valores, eso no tendría porqué salvarlos del paredón legal ni moral. Aunque huelga decir que si al final de este juicio son declarados culpables, Caracas habrá perdido un activo cultural invaluable y sería un motivo de honda tristeza para miles de personas con sensibilidad frente al hecho artístico.

Volvamos a Herman Sifontes: en algún momento de estas dos horas de interrogatorio, en las que ha respondido con asombrosa lucidez mirando al juez, mirando a los fiscales, mirando al vacío, otra vez mirando al juez y mirando a los fiscales, a quienes a veces se atreve a llamar por sus apellidos con la muletilla “déjenme decirles algo”, suelta una frase que para mí define su carácter: “no me arrepiento de haber pasado por todo esto porque he aprendido muchísimo; después de estos dos años y medio soy una mejor persona”.

Sé que puesto acá, en frío, puede sonar a lugar común, a frase hecha, a táctica sensiblera para desviar el debate. También sé que no soy juez ni abogado y que un juez y un abogado pueden y suelen cometer más errores que cualquiera de nosotros y que, en muchos casos, no pagan un alto precio, lo cobran. Tampoco creo que la justicia venezolana pueda preciarse de ser un ejemplo de eficacia, menos si se trata de un juicio con tintes políticos o, cuando menos, ideológicos, ni tengo a mano las pruebas para refutar en términos legales las acusaciones que el Estado le hace a los directivos de Econoinvest.

Sin embargo, hoy, mirándolo allí, sentado, ahogándose con su propio aire, rojo de nervios, reducido al papel del hombre contra el sistema, imaginando lo que puede cruzar por su cerebro, he recordado algunas de nuestras breves conversaciones y he decidido tomar este riesgo en público y creerle a Sifontes, específicamente cuando asegura que siempre actuó bajo los términos que dictaba la ley.

¿Por qué?

Porque si bien es cierto que el poder y la acumulación de grandes capitales suelen estar rodeados de fraudes, también lo es que alguien que pretende estafar al Estado no lo hace construyendo un nuevo paradigma de futuro para mejorar la sociedad en la que vive. A mí este señor me demostró, siempre que lo vi, ser alguien que se mueve principalmente por algo que nada tiene que ver con el dinero y la mentira, sino con el respeto por el ser humano. Y de eso se trata, para hablar de libertad, sobre todo de libertad de espíritu, no desde hace dos años y medio, sino desde que la historia es historia, ser una buena persona.

De modo que así he determinado entender este juicio que se reanuda esta semana y continúa las que siguen con la evaluación de pruebas: no como una querella del Estado contra cuatro banqueros acusados de robar a la nación, sino como un juego perverso que, de terminar mal según mis convicciones, puede castigar con fuerza el ingenuo desafío de apostar por la opción del otro.

El blog de Leo Campos, 29/11/2012, enlace al original