Viví diez años en España, de 1997 a 2007. Mientras estuve allá trabajé en distintas actividades, unas más acertadas y conocidas, otras que probé en el camino y que no salieron nada mal, otras que improvisé y fracasaron a la primera vuelta. Una gran amiga venezolana, Alejandra Ellemberg, cocinera y dueña en ese momento de un restaurante en Barcelona, me enseñó -sin saberlo o sin ser consciente- que nos tenemos que dedicar a lo que queremos hacer y punto, a lo que nos empuja. Alejandra me dio un trabajo como camarera en un momento difícil de mi estancia en la península y al cabo de una semana me sugirió, de manera frontal, que no trabajara más allí. Me compró un par de fotos que fue abonando en cuatro partes. Pude pagar el alquiler y seguir persiguiendo mi obsesión o vocación, por decirlo de algún modo. Creo que percibió mi terror extremo en el comedor de su local, petrificada ante la posible solicitud de un comensal, pero sobre todo se dio cuenta de un desplazamiento de roles con el que no estaba cómoda. He conocido a poca gente tan generosa y perceptiva. Como ella otras grandes amigas, Brígida Maestres, que siguió el impulso de comprarme una imagen y me mostró el peligro de dejar de pensar y escribir y Amalia Caputo, biblioteca y mesa preferidas de mi estadía catalana. Seis ojos atentos a los que se sumaron más, imposibles de enumerar todos, entre los que se encontraron los de los amigos de Econoinvest.
Se sucedieron tiempos mejores y peores, más y menos vertiginosos o estables en España. Participé en varias exposiciones, tuve oficios, trabajos y becas. Dispuesta a volver a principios del año 2000 a instalarme en Venezuela, la vaguada cubrió de tristeza, lodo y evidencia al país, hundido como nunca, hasta ahora. El viaje se postergó y me quedé en España siete años más, tan cerca de mi familia y tan lejos de la deriva política venezolana. Siguiendo las palabras de Diego Arroyo -en la presentación de su biografía de Miguel Arroyo-, el exilio no es una medalla ni una penitencia, es algo que ocurre y ya, una situación. Se puede percibir como un esguince, como el estiramiento brusco de un ligamento en el momento en que intentamos alcanzar de un salto dos países. Como una lujación, donde las partes que articulan pierden contacto. Pero no es ni una solución ni un problema, ni una enfermedad ni una cura, es una estadía en la que ponemos en perspectiva el aquí y el allá, el nosotros y los otros. Y fue durante ese esguince o lujación de la identidad cuando recibí una llamada que me ayudó a reconciliar las partes.
Me llamaron de Econoinvest. Fue a través de Ruth Auerbach, que en ese momento dirigía la Sala Mendoza, aún en su bello espacio de la avenida Andrés Bello, antes de estar cubierto por vinilos estampados con imágenes y consignas del país de “nunca jamás”. Allí participé en una exposición de fotografía contemporánea venezolana llamada Contra/Sentido, con un trabajo titulado Inventarios. Herman Sifontes, directivo de Econoinvest, se acercó a pedir mis señas y me contactó. Quería que le hiciera unas fotografías con su familia en su casa, solo en su futura oficina y con sus socios de entonces. Retratos todos con la estructura en tríptico de los Inventarios: foto, dibujo numerado a partir de la foto y lista de cosas que responden a la numeración. Un juego visual en el que me interesaba atrapar la dupla “tener y ser”.
El tríptico de Herman Sifontes en el espacio que iba a ser el de las futuras oficinas habla, para mí, de muchas cosas a la vez: del valor que le da al registro y la memoria, de la construcción de un espacio, de los pasos que considera hay que seguir y no de los saltos que se pueden dar, del futuro y la planificación –lejos de la improvisación que nos asfixia-, de cómo un cajetín prefigura una luz.
Así empezó una prudente pero permanente, sólida y solidaria relación profesional y amistosa con Herman a distancia, quien propició mi participación en proyectos tanto de Econoinvest, Fundación para la Cultura Urbana y Seguros Carabobo como de sus amigos y empleados. Es decir, cuando volví a Venezuela nunca faltó la llamada de Gabriela Lepage, primero en fundación y luego en Econoinvest, para encargarme un reportaje, una campaña, un retrato o un libro.
Por un libro conocí a Ernesto Rangel, otro de sus directivos. Me encargó una serie de fotografías -sin ataduras formales o peticiones restrictivas- que se publicarían como un homenaje a quienes como él practican la disciplina de correr en el país. Así comenzó mi registro de corredores durante entrenamientos, carreras de distintas distancias y hasta sus casas y trabajos.
Cuando ocurrió la intervención de la casa de bolsa estaban terminadas buena parte de las imágenes que formarían y formarán -gracias a la terquedad inquebrantable del corredor de fondo- parte del ejemplar . Es decir, en el momento del encarcelamiento de los cuatro directivos también se quedaron presos y sin luz muchos proyectos de archivo, cantidad de libros, exposiciones, discos, conciertos, encuentros y seminarios, muchos salarios y ahorros de trabajadores. El arbitrario acto de rabia y resentimiento que los encerró fue un deslave que impactó no sólo en sus familias, amigos, empleados y ahorristas, sino en la memoria cultural del país, necesitada de un mecenazgo activo que actúe lejos de la tenaza partidaria del árbitro oficial.
Y la historia continúa con Miguel Osío y el empuje que recibí para hacer otra investigación visual y urbana. Sus comentarios, observaciones y apreciaciones, con una visión nada complaciente, brutalmente lúcida y arriesgada de la cultura y el arte en Venezuela me sacudieron. Y así seguirá, seguramente, con proyectos futuros que se presentarán con ellos y Juan Carlos Carvallo.
La historia tiene que seguir y construirse, con la consciencia de que Venezuela tiene de todo y que eso la hace única. Única como todas las naciones. Y única e individual, eso sí, es la libertad de una persona. Sólo el individuo la puede apreciar -cuando la tiene- y sufrir -cuando la pierde. Nadie puede ponerse en sus zapatos. Podemos hablar y citar, conocer fragmentos y ver –como en un pase de diapositivas- atisbos de los sentimientos que los atraviesan. Pero nos asusta demasiado y no queremos ser traductores de esa tragedia.
Lo que nos queda es escribir, llamar a la justicia, invocar su nombre donde quiera que se haya escondido y pedir que liberen a cuatro personas inocentes y con ellas, tantas memorias e historias represadas por el talante artificial y vacío de los aplaudidores del gobierno, que invocan en cada esquina algún héroe nacional.
Y valgan de cierre las palabras de Amparo Quinteiro de Caula cuando señala: “los héroes destruyen los países, los antihéroes los construyen”.
Traficovisual.com, 15/08/2012, enlace al original